miércoles, 21 de julio de 2010

Primavera de tarde.

Hace una hora que hemos hablado por teléfono y ya estoy ansioso por llegar al bar donde quedamos habitualmente.
Ya no puedo esperar más tiempo, aunque llegue el primero tengo que irme ya.
Los pasos apresurados, el corazón late mucho más deprisa de lo que debiera. Los pensamientos también llegan demasiado rápidos. Hago cábalas con lo que me voy a encontrar al llegar, qué voy a pedir para beber (es pronto, mejor empezar con una cerveza porque si no la noche puede tener un final trágico).
De pronto un escalofrío recorre la espalda. ¿y si ya hay alguien allí?
El paso que se había relajado para dejar via libre a los pensamientos se vuelve a acelerar, las ideas atropellan a las piernas y viceversa. Es difícil mantener el equilibrio.
Cuanto más avanzo más parece que me alejo, tengo la sensación de que no voy a llegar nunca. Parece que no hay suficiente aire en el mundo para dar fuerza a mis músculos.
Las tibias están empezando a arder. ¿Por qué no habré cogido el coche?
Giro la última esquina, abro la puerta del bar. Respiro. Abro la segunda puerta del bar.
-Qúe tal Vicen, ¿qué quieres tomar?
Las pulsaciones bajan, me apoyo en un taburete y dejo los codos descansando sobre la barra. Miro el móvil por si me ha llamado alguien durante mi cabalgadura.

A ver si llegan estos pronto.

Hay una camarera nueva.

-Un ballantines con coca cola...

Ya no hay solución, tendremos una noche tragicómica.

Bendita Celestina.

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